La ansiedad no me dejó dormir la noche anterior.
Amaneció, abrí los ojos y me dije a mi misma: ¡Hoy puede ser un gran día! ¡No, hoy será un gran día!. Hacía una mañana hermosa, fresca y soleada. Era el 8 de marzo del 2011, un día que esperaba desde hace años. En cuestión de horas iba a ver y a escuchar al único hombre que logra que me salga de mí, que el alma se me desprenda, que los sentidos de agudicen al límite, que el corazón salte loco desbocado, que sea una inconforme y quiera más y más… y más.
Iría al concierto con mi mejor amiga, otra enamorada de Joan Manuel, otra que canta sus canciones como si se le fuera la vida en ello. Quedamos de encontrarnos en mi casa temprano, ella iría a recogerme; las dos dejamos todo lo que había que hacer, era un día especial. Almorzamos juntas y nos sentamos frente al pc a ver vídeos de la gira, con el paso de los minutos los nervios se acrecentaban, la emoción se hacía más fuerte, es sorprendente lo que se puede sentir en esa espera.
Salimos de casa felices, cada tanto nos mirábamos y nos decíamos: ¿Te das cuenta a quién vamos a ver?... Llegamos al centro de la ciudad, donde está ubicado el teatro, eran las 17:00 horas y ya había unas cuantas personas esperando. Nos paramos allí, conversamos un poco con una señora que hacía fila. Nervios, muchos, ansiedad.
Caminamos unos metros alrededor del teatro, entramos a una cafetería, pedimos café y chocolates, una combinación alucinante diría mi amiga, después una cerveza. Empezaba a oscurecer, había sido una tarde preciosa y la noche prometía mucho más, llegaba y llegaba la gente, el gran momento estaba tan cerca que casi ni lo podía creer, miles de sensaciones me invadían, se parecía mucho a la felicidad.
Después de mucho esperar, bueno en realidad no fue mucho, pero me pareció así, abrieron las puertas, las personas corrían subiendo las escaleras, se sentía en el ambiente el desespero de todas esas almas que en comunión aguardábamos la aparición del MAESTRO en el escenario.
Ubicadas por fin en la primera fila del segundo palco, estaría cerca. En un estado de excitación y expectación me hallaba, no sabía si reír, llorar, hablar o qué hacer. Una vez se encontraba lleno el teatro, sin faltar nadie por sentarse, se apagaron las luces, fue muy rápido, una voz de nada hizo unas recomendaciones, se entonó el himno de la ciudad y escasos minutos después empieza a salir la banda, contuve el aire, se apagaron de nuevo las luces y como una caricia llegó la voz de Serrat, que tras el escenario declamaba: “Me llamo barro aunque Miguel me llame. Barro es mi profesión y mi destino que mancha con su lengua cuanto lame. Soy un triste instrumento del camino”. ¡Era él! ¡Esa voz era la de Joan Manuel Serrat!
Se detuvo el tiempo.
Llegó con tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida… Y llegó él, con una fuerza increíble, enérgico, sonriente, hermoso. Gritos y aplausos inundaron el Jorge Isaacs, lo recibimos de pie, como se recibe a un grande.
Era sólo su voz, el público en silencio, escuchando atento al hombre por el que todos estábamos allí. Explicó que este era un concierto que se dividía en dos partes, que en la primera haría un recorrido por la poesía de Miguel Hernández, agradeció por la presencia y empieza a cantarnos la palmera levantina, la que otea la marina, la mediterránea era, la que atrapa la primera ráfaga de primavera.
Y así, entre sonrisas y gestos cantaba, bailaba, se le veía alegre. Respetuoso silencio del público recompensado después con fuertes aplausos en medio de las canciones y al finalizar. Para ese momento me sentía en el olimpo así que el orden de las canciones ahora no lo recuerdo muy bien, cantó: Las abarcas desiertas, El hambre, Dale que dale, Tristes guerras.
Se retiró un segundo del escenario y apareció con Para la libertad, aplausos, gritos. Era un derroche de energía. No sé si en ese orden, pero vino las nanas de la cebolla una interpretación hermosa y muy conmovedora, que arrancó lágrimas a los asistentes, después de aquella explicación sobre la canción, después Menos tu vientre y El mundo de los demás. Y acaba la primera parte. Se retira.
Pocos minutos después regresa ese tal tarrés que camina pa’tras, que escribe del revés… ¡Qué alegría! Una canción que es una rumbita deliciosa, seguimos con No escojas sólo una parte, tómame como me doy, se me encogió el corazón y se aguaron los ojos, fue precioso. Acabó la canción entre aplausos, ¿quién no se conmueve al escuchar en vivo: nunca es triste la verdad, lo que no tienes es remedio?
Siguió sentadito en el banco y comenzó a hablar, embobada estaba yo, todos tenemos otro yo, a veces dos y hasta tres, pero esos ya son carne de psiquiatra. Risas y más risas, ¡qué señor!
En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería. Aplausos, gritos, llanto. Majestuoso. Continuó con canciones como La bella y el metro, Princesa y Disculpe el señor. Bailaba, caminaba por el escenario, Iba adonde Miralles y tomaba el vaso de agua que estaba sobre el piano, se secaba el sudor, dijo en algún momento que Cali era una ciudad calurosa y se notaba que tenía calor, con la palma de la mano se secaba la frente y se limpiaba en el saco.
Gritos con Mediterráneo,Hoy puede ser un gran día y No hago otra cosa que pensar en tipara seguir con Pueblo Blanco donde en el escenario oscuro sólo se le veía a él iluminado, espectacular.
Contó anécdotas como la de Brasil con Miralles, mucha risa, mucha broma. Cantó Señora y se fue, se fueron los músicos, se escuchaba: un ¡noooooo! colectivo, nadie dejó de aplaudir… y regresó, llamando con las manos a sus músicos, quienes tomaron de nuevos sus puestos. Se sentó en su banquito y dijo que iba a cantar una canción porque le daba la gana, porque no tenía miedo a hacer el rídiculo y porque era una canción de él. El piano de Miralles con las notas de Lucía fue apoteósico y esa voz: Vuela esta canción, para ti Lucía. Bello.
Y pasó lo que nunca creí que podría pasar. En un segundo. Me miró, puse los dedos de ambas manos en mis labios, los besé y estiré los brazos señalandolo, respondió de la misma manera, me tiró un beso. Serrat me vio y me lanzó un beso al aire. ¡Shock!
Cantamos, sí, cantamos con él Cantares. Volvió a sentarse y después de desplegar gracia hablando sobre los catalanes y Barcelona, cantó majestuosamente Paraules D’Amor, creí morir.
Sonaron las notas de Fiesta y me invadió una desesperación mezclada con nostalgia, sabía que se estaba despidiendo. ¡No! ¡No! grité. Y sí, se despidió, con los brazos en alto, haciéndo venia, tan humilde, tan espontáneo.
Y se fue, nadie aceptaba que hasta allí fuera. Cayó el telón. Sí, se fue, ya no vuelve, le dije a mi amiga. Escuchamos que un hombre grita: ¡Vagabundear! la gente se ríe. Y él, aquel chico la empieza a cantar, lo seguimos todos, cantamos completa la canción, fue hermoso, con el telón abajo, todos ahí, cantándole. Derrepente aparece solo, mueve sus manos, sonríe feliz y lanza besos y se va. Felicidad desbordada. Tristeza.
¿Pero qué siento? Me preguntaba yo. Estoy feliz, pero estoy triste.
Salimos del salón, salimos del teatro, la gente estaba feliz. Mi amiga sólo podíamos decir: ¡qué hermoso, qué hermoso!. Nos paramos en la esquina del teatro para ver como conseguir un taxi, cuando del otro lado vemos un grupo de personas, me dice mi amiga: ¡Ay por ahí tiene que salir! ¡Vamos! Le dije sin pensar.
Habíamos unas diez personas ahí esperando que saliera, o quizá menos. Con toda tranquilidad se paseaban por el lugar los músicos, entraban, salían, la gente del staff, todos muy educados y amables.
Y salió Joan Manuel, con una chaqueta, gorra y sus lentes. Salió y nos miró, me quedé pasmada, lo miré y le dije: ¡MAESTRO! me sonrió y caminó hacía adelante, estreché su mano, era cálida, fuerte pero muy suave. Se agolparon a su alrededor, firmo algunos autógrafos y se subió a la camioneta. Mi mano quedó impregnada de su olor, olía a flores, a jazmines.
Nos quedamos paradas, la camioneta pasó a nuestro lado, adelante iba él, a través del polarizado los vimos sonreírnos y despedirse con la mano.
Felicidad, así se llama esto.